"Nunca imaginé que la muerte pudiese oler a madreselva"

jueves, 5 de enero de 2012

Bienvenidos

Bienvenidos a este blog de cine. Ya os adelanto que lo he empezado sin saber cómo, en blanco, aunque también os confieso que tras darle vueltas al tema tenía muy cerca la solución, hablar de buen cine. Por tanto, como ocurre en las grandes películas, al principio hay que generar expectación, lanzar una idea atractiva que va desgranándose después en el metraje. Así que para conseguir este objetivo tenía que recurrir a algo grande, regodearme en alguna obra maestra, echar la vista atrás y saborear lo auténtico, volver a aquellas historias que eran mágicas desde el inicio hasta el final. Tan solo he tenido que plagiar la famosa frase de otro buen director, Fernando Trueba, y hacerla mía: “Yo no creo en Dios, sólo creo en Billy Wilder”.

Pues eso, me serviré del bueno de Wilder para esta entrada inaugural. Pasados unos años de su muerte, ha trascendido por ser el gran director de comedia del siglo XX, salvando las distancias con Chaplin y alguno más. Sin embargo, creo que es un análisis reduccionista de la universalidad de este cineasta, ya que se manejaba como pez en el agua no solo en la comedia, sino que era un maestro en el cine negro, el judicial, el melodrama. A este último género pertenece la película que quería comentar.

Todos sus filmes, independientemente del género en el que estuviesen encuadrados, están impregnados por un inteligentísimo y sutil sentido del humor, por ejemplo: el personaje de Charles Laughton en "Testigo de cargo" era un catálogo absoluto de la ironía, o el personaje derrotado de Jack Lemmon en “El apartamento”, ese personajillo que se tomaba todas las cosas demasiado en serio mientras todos se reían de él, es una jugosa paradoja del absurdo. El caso es que la cinta a la que quería hacer referencia es otra bien distinta, “¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre?” (incomprensible traducción del título original “Avanti”), una de sus numerosas joyas que no ha sido reconocida en toda su magnitud. Nos hallamos ante una comedia dramática, un amor crepuscular perfectamente planteado, de una veracidad lindante con lo inaudito. Esta es una de las razones por la que el film nos emociona tanto; dos seres monótonos que se enamoran sutilmente, en circunstancias azarosas, llenando sus vidas de despreciables anécdotas que, en el último instante, se convierten en su único tesoro. Toda la historia transcurre sin extravagancias ni subrayados de ningún tipo… como los verdaderos amores.

Billy Wilder deposita en un esplendido y contenido Jack Lemmon el poso escéptico del ciudadano común, mientras que una esplendida y dulce Julliet Mills hace el contrapunto vitalista y libérrimo de la chica. La trama surge debido a que el padre de él y la madre de ella mueren en la misma isla italiana. Se cruzan en un hotel y todo se desencadena cuando accidentalmente los cadáveres desaparecen. A partir de ahí, las imágenes van llevándonos de la comedia al drama, de la melancolía a la carcajada, genialidad tras genialidad, mientras suena una música preciosa, el mar azul salpica las ventanas y unos secundarios de lujo aportan su granito de arena para complicar más la situación, y hacer que el espectador quede absolutamente imbuido por esos dos perdedores, transmutados en carne y hueso, sintiendo que la vida es ilusionante, absurda… y que siempre queda un rendija para ser feliz.


No hay comentarios:

Publicar un comentario